Vistas de página en total

viernes, 20 de octubre de 2017

Y DIOS ME HIZO MUJER- GIOCONDA BELLI

                           

                                             Y DIOS ME HIZO  MUJER

                                                     GIOCONDA BELLI


Imagen recuperada de :https://www.google.com.co/search?q=IMAGENES+DE+MUJERES+POESIA

Y Dios me hizo mujer,

de pelo largo,
ojos,
nariz y boca de mujer.
Con curvas
y pliegues
y suaves hondonadas
y me cavó por dentro,
me hizo un taller de seres humanos.
Tejió delicadamente mis nervios
y balanceó con cuidado
el número de mis hormonas.
Compuso mi sangre
y me inyectó con ella
para que irrigara
todo mi cuerpo;
nacieron así las ideas,
los sueños,
el instinto.
Todo lo que creó suavemente
a martillazos de soplidos
y taladrazos de amor,
las mil y una cosas que me hacen mujer todos los días
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo.

LA TABLA PERIÓDICA - MIGUEL SERRANO LARRAZ



LA TABLA PERIÓDICA
                                            MIGUEL SERRANO LARRAZ





Ésta es la única fotografía que tengo con mi padre. Mi padre es el hombre que aparece a la izquierda de la imagen, de rodillas. La gorra la llevaba siempre (para ocultar las heridas luminosas de la frente), pero no los guantes: se los puso para poder plantar el árbol que se ve entre sus manos, el olivo. Yo soy, por supuesto, el niño que hay a la derecha de la imagen. Tenía cinco años. Era la primera vez que veía a mi padre tan de cerca, de ahí la inmovilidad. Mi madre aprovechó el momento para sacar la fotografía. Unos segundos después, mi padre se dio cuenta de que yo estaba allí y comenzó a gritarme para que me alejara de él.

Al fondo se ve la casa. Algo más atrás está el cobertizo. Nos mudamos en diciembre del 76, dos años antes del momento de la fotografía y sólo unas pocas semanas después de que a mi padre le diagnosticaran la enfermedad. Yo tenía entonces tres años. Me sometieron a una multitud de análisis para asegurarse de que no me había contagiado. Mi padre propuso marcharse, alejarse de nosotros. Mi madre le dijo que era un egoísta y un cobarde, que no podía negarme su presencia, al menos en los años que la enfermedad le permitiera. Mi padre acabó aceptando, pero puso como condición que nunca me acercara a él a menos de quince metros. Sabía que la intensidad de la radiación descendía exponencialmente con la distancia. Quince metros, según le dijeron, era una barrera espacial más que razonable. 

El cobertizo estaba detrás de la casa, a cincuenta metros. Yo nunca entré, ni siquiera después de su muerte. A veces me acercaba, cuando él aún vivía, fingiendo cualquier juego desordenado. En algún momento, sin embargo, empezaba a notar un frío que me subía por las piernas, y empezaba a llorar. Entonces mi padre decidió plantar el olivo, para marcar el punto del que se me prohibía pasar. Eso lo he sabido después. Entonces me dijo que plantaba un árbol para que creciera conmigo, y para que me acordase siempre de él, de mi padre, cuando ya no estuviera. Me lo dijo desde lejos, gritando. Siempre hablábamos así. Plantó el olivo justo en el punto medio entre la casa y el cobertizo.

Mi padre todavía aguantó tres años, el último de ellos en un hospital. No fui a verlo: la habitación, al parecer, era demasiado pequeña. Escribía cartas en las que preguntaba por el árbol y me pedía que fuese bueno con mamá. Después murió. Dejó dispuesto que se dibujara una raya en el suelo, a quince metros del nicho. No se trataba de una recta, sino de un arco de circunferencia. Cuando íbamos al cementerio, nos colocábamos encima de la línea, mi madre y yo. En cierto modo, esta frontera hacía que el recuerdo de él fuera más exacto y más completo. En el año noventa y seis a mamá se le empezó a caer el pelo y desapareció. Viví con la tía Concha durante unos años, hasta que fui a la universidad. La tía, a veces, me pasaba la mano por la mejilla. Yo trataba de rehuir ese contacto mínimo.

En dos mil seis recibí una carta de la empresa que gestionaba el cementerio. Al parecer, el nicho de mi padre no había sido comprado, sino alquilado, por veinticinco años. Como único familiar vivo, me correspondía a mí volver a alquilar el espacio (por tramos de diez años), o adquirirlo en propiedad. Las otras opciones eran: 

a) permitir que los restos pasaran a una fosa común (con la carta se adjuntaba el impreso correspondiente a esta opción: imaginé que se elegía con frecuencia);

b) hacerme cargo personalmente de los restos. 

Decidí optar por esto último. La ley exigía que un familiar estuviera presente cuando se extrajera el ataúd y se comprobara que el cadáver seguía allí. Cuando llegué había dos hombres: un trabajador, vestido con un mono azul lleno de manchas de cemento, y un representante legal de algún tipo, tal vez un funcionario, con traje y corbata (negros). Firmé unos papeles apoyado en una carpeta. Después abrieron la tapa del ataúd. El cuerpo de mi padre, como yo ya había imaginado, estaba intacto. No recordaba haberlo visto nunca de tan cerca. Su piel tenía un aspecto mineral. Me pareció que sonreía. Me alivió comprobar que no lo habían enterrado con la gorra. Parecía otro.

Dos días después me entregaron las cenizas en una urna. Decidí regresar a la casa de mi infancia y dejarlas allí. Ese mismo domingo cogí un tren, a las ocho de la mañana. Llegué a la casa a mediodía. Todo era igual que en mis recuerdos, o que en aquella fotografía. El cobertizo, al fondo, me pareció muy pequeño, casi ridículo, y me pregunté cómo se las habría apañado mi padre para vivir allí tanto tiempo. Me arrodillé junto al olivo, a la izquierda de la imagen, donde mi padre también se había arrodillado una vez, y retiré la tapa de la urna. Eché algunas cenizas sobre la palma de mi mano desnuda. Tenían un color plateado y luminoso. Desprendían una luz tenue. Estaban calientes. Me sentí feliz. Volqué la urna y extendí las cenizas alrededor del olivo, junto a la base, y mi mano brillaba. Después coloqué mi frente contra el tronco, cerré los ojos y metí los dedos en la tierra, que me pareció húmeda, a pesar de que hacía siglos que no llovía en aquella zona.


Miguel Serrano Larraz es un escritor, poeta, filólogo y traductor afincado en Zaragoza. Licenciado en Ciencias Físicas y Filología hispánica, se dio a conocer como escritor con el libro de relatos Órbita.​​ 


martes, 3 de octubre de 2017

UN CUENTO AL DÍA SECCIÓN ANDRÉS NEUMAN




Publicado por: Carlos in Andrés NeumanCuentos
El lunes sueña con la cita. El martes se entusiasma pensando que se acerca. El miércoles comienza el nerviosismo. El jueves es todo preparativos, revisa su vestuario, va a la peluquería. El viernes lo soporta como puede, sin salir de su casa. El sábado, por fin, se echa a la calle con el corazón rebosante. Durante toda la mañana del domingo llora sin consuelo. Cuando nota que vuelve a soñar, ya es lunes y hay trabajo


Publicado por: Carlos in Andrés NeumanCuentos
A Violeta le sobran esos dos kilos que yo necesito para enamorarme de un cuerpo. A mí, en cambio, me sobran siempre esas dos palabras que ella necesitaría dejar de oír para empezar a quererme.


Me gusta que no hagamos las cosas que no hacemos. Me gustan nuestros planes al despertar, cuando el día se sube a la cama como un gato de luz, y que no realizamos porque nos levantamos tarde por haberlos imaginado tanto. Me gusta la cosquilla que insinúan en nuestros músculos los ejercicios que enumeramos sin practicar, los gimnasios a los que nunca vamos, los hábitos saludables que invocamos como si, deseándolos, su resplandor nos alcanzase.
Me gustan las guías de viaje que hojeas con esa atención que tanto te admiro, y cuyos monumentos, calles y museos no llegamos a pisar, fascinados frente a un café con leche. Me gustan los restaurantes a los que no acudimos, las luces de sus velas, el sabor por venir de sus platos. Me gusta cómo queda nuestra casa cuando la describimos con reformas, sus sorprendentes muebles, su ausencia de paredes, sus colores atrevidos. Me gustan las lenguas que quisiéramos hablar y soñamos con aprender el año próximo, mientras nos sonreímos bajo la ducha. Escucho de tus labios esos dulces idiomas hipotéticos, sus palabras me llenan de razones. Me gustan todos los propósitos, declarados o secretos, que incumplimos juntos. Eso es lo que prefiero de compartir la vida. La maravilla abierta en otra parte. Las cosas que no hacemos.



Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.



Andrés Neuman. (Buenos Aires, 1977). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, donde ha sido profesor de literatura hispanoamericana.Colaborador en diferentes medios culturales como el suplemento cultural ABCD las artes y las letras del diario ABC (España), en la Revista Ñ del diario Clarín (Argentina) y en El País. Su blog Microrréplicas está considerado como uno de los mejores en lengua española.(...)
Tomado de http://www.cervantes.es/bibliotecas_documentacion_espanol/creadores/neuman_andres.htm